Cuando Farah, de origen somalí, se convirtió al cristianismo, se encontró con algo profundamente doloroso: sus propios hermanos de sangre fueron sus principales perseguidores.
Sin embargo, Farah no se quedó sin familia. Ciertamente, los que eran de su sangre le rechazaron, pero fue acogido por sus nuevos hermanos: ahora, Farah era parte de la familia de Dios.