A los 18 años, Habiba es mucho más alta que su madre. La joven camina cómodamente, no como una adolescente que todavía se enfrenta torpemente a su altura.
Tal vez en otras circunstancias, Habiba hubiera sido nadadora o futbolista. Su rostro revela su juventud, lamentablemente son las injusticias que ha vivido las que le han robado la inocencia y la sonrisa.
A la sombra de un árbol lejos del sol abrasador, comparte con nosotros su historia y los eventos que han impactado su vida para siempre. Han pasado algunos años, pero desde que Puertas Abiertas le brindó atención postraumática, Habiba ha podido hablar sobre lo que sucedió en 2017 y los años siguientes.
«En mi corazón, todavía hablaba con Dios cuando rezaba las oraciones musulmanas».
«Fue un domingo por la tarde, justo después del culto. Ya estábamos de vuelta en casa. Empezamos a escuchar motos y disparos que venían hacia nuestra casa. Los hombres vestían uniforme militar, por lo que al principio no sabíamos que eran atacantes. Nos dijeron que entráramos en la iglesia para quemarnos vivos. Pero algunos de ellos no estaban de acuerdo con la idea y decidieron secuestrarnos», comparte Habiba.
«Trajeron a otras dos personas y las colocaron junto a nosotros sobre el piso. Dijeron que pondrían a más personas dentro de la iglesia, luego llenarían el lugar con gasolina y nos quemarían a todos».
En realidad, los hombres disfrazados de uniforme eran militantes de uno de los muchos grupos islámicos extremistas que amenazan a la otrora pacífica Burkina Faso. Desde el primer ataque yihadista reconocido en 2016, la violencia yihadista ha aumentado drásticamente en Burkina Faso y pueblos como el de Habiba son su objetivo preferido.
Habiba y su familia no murieron, sino que fueron salvados para un destino casi más tortuoso que el de ser quemados vivos. La tomaron a ella, a su madre Minata*, a su hermana menor y a varias otras mujeres como prisioneras. En ese momento, Habiba solo tenía 13 años.
Las mujeres vivieron en el campamento durante tres años. Fueron obligadas a convertirse al islam y sufrieron abusos físicos diariamente. Allí, fueron testigos de los actos de violencia más horribles que las persiguen hasta el día de hoy.
«Mataban a la gente delante de nosotros, cortándoles la garganta. A veces obligaban a las personas a cavar sus propias tumbas; les decían que entraran y les disparaban en ese lugar». Habiba aspira aire por un lado de la boca, mostrando su exasperación mientras los eventos se repiten en su cabeza. «Estábamos traumatizadas por todas estas cosas».
El miedo y el abuso físico eran insoportables, pero, lamentablemente, lo peor estaba por venir. Habiba se casó con uno de los militantes. Todavía es difícil para Habiba hablar sobre este dolor específico que soportó en esos tres años. «A la nieta del pastor y mí nos obligaron a casarnos allí. Yo tenía 13 años, pero ella, sólo 11. Nos violaron».
Habiba se sintió sola y sin esperanza. Estaba esperando el día de su muerte. «Me dije a mí misma que, en efecto, Dios me había abandonado. Había perdido totalmente toda esperanza. Estaba esperando mi turno para que me mataran. A veces, incluso, pensaba en hacerlo yo misma para estar libre de todo este sufrimiento».
«Durante los primeros dos años, no supe dónde estaba mi hija», indica Minata, la madre de Habiba. «Yo estaba con su hermana menor en otro campamento. Lo más doloroso fue saber que no sólo yo, sino también mis dos hijas sufrían. Eso fue muy difícil. A veces hablaba con Dios internamente. Le pedía encontrar la manera para que mis hijas escaparan. Le decía que únicamente salvara a mis hijas, incluso, si yo tuviera que quedarme ahí. No importaba, siempre y cuando ellas estuvieran bien. Aun cuando yo muriera aquí, al menos ellas estarían a salvo».
«Un día se me acercó una anciana y me habló de mi hija. Me dijo que vio a una niña de la etnia Mossi. Le dije que seguramente era mi hija. Esperé a que mis guardianes se fueran y seguí a la anciana en secreto. Me llevó al otro campamento y allí vi a mi hija. En efecto, ¡era ella!». Habiba se reunió con su madre y su hermana menor. Juntas decidieron que, con la ayuda de Dios, escaparían.
«Después de una larga reflexión, decidí que íbamos a huir. Probablemente nos matarían si los hombres nos descubrieran. Pero confiamos en que Dios nos ayudaría a llegar sanas y salvas a casa y su nombre sería glorificado durante el proceso», dice Minata.
Puede sentirse la emoción en la voz de Habiba mientras relata su huida. «Entonces, a pesar de que todo estaba en nuestra contra, nos armamos de valor y decidimos escapar. Salimos del campamento por la noche cuando nuestros guardianes ya estaban dormidos. Caminábamos sólo durante la oscuridad de la noche y, durante el día, nos escondíamos en los arbustos. Esperamos hasta la noche cuando ya no hubo más ruido de motos para reanudar nuestra huida. Salimos de los arbustos y empezamos a correr de nuevo. Finalmente, después de cinco días, llegamos a un pueblo llamado Déou. Ahí avistamos la carretera. Cogimos una furgoneta que nos llevó a Uagadugú. No podíamos creerlo. Pensábamos que nunca llegaríamos a casa sanas y salvas».
«Cada vez que escucho un disparo me vienen a la mente todos los recuerdos».
Han pasado algunos años desde su valiente huida, pero Habiba aún sufre por los abusos que soportó a manos de los militantes. Puertas Abiertas, con el apoyo de la iglesia local, está brindando atención postraumática a ella y su familia. «Las imágenes todavía vienen a mi mente. A veces tengo pesadillas y no puedo dormir. Sueño que todavía estoy allí y que me persiguen y que tratan de matarme. A menudo pienso en lo que me pasó. No lo he olvidado y creo que nunca lo haré», indica Habiba.
«Cuando escucho que un pueblo cercano ha sido atacado, me asusto mucho y quiero huir a un área más segura. Cada vez que escucho un disparo me vienen a la mente todos los recuerdos. No es fácil olvidar. Siempre me pregunto si hay otras personas pasando por lo que pasamos nosotras. ¿Qué hará Dios por esas personas?».
*Nombre modificado por motivos de seguridad.